domingo, 29 de agosto de 2010

EL SER O EL NO SER EN EL MUNDO GLOBLALIZADO: LA EDUCACIÓN


España, a tenor del PIB, es la novena potencia del mundo. Pero las expectativas de que se convierta en la octava potencia mundial se han desvanecido definitivamente, ya que en los próximos años no sólo no ascenderá puestos en la economía mundial sino que, según las estimaciones del Fondo Monetario Internacional, perderá tres puestos y en 2014, en términos de PIB, pasará a ser la duodécima potencia del mundo.

El Índice de Producción Industrial de España cayó un 16% en 2009 con respecto a 2008, y en 2008 había caído un 7% con respecto a 2007. Según “The Economist”, en enero del año 2009, la producción industrial española sufrió, en términos anuales, el mayor deterioro comparativo con el resto de las producciones industriales de los otros grandes países del mundo; y en enero de 2010, la industria española sigue siendo la que peor se comporta.

El modelo económico español viene arrastrando desde hace años una productividad baja en comparación con las economías más avanzadas del mundo y, por tanto, con una competitividad global disminuida. Las causas de esta situación son diversas: el excesivo peso del sector de la construcción sobre el PIB, la tendencia histórica de suplir la inversión en capital con bajos costes laborales y, en lo que hoy nos interesa, a la escasa relación entre la universidad y la empresa, con una insuficiente tasa de inversión de I+D+i.

Podríamos achacar esta pérdida de capacidad económica a la crisis actual; sin embargo, si atendemos a los mimbres con los que estamos construyendo nuestro país llegaremos a una conclusión distinta: la inexistencia de un modelo educativo competitivo. Lo cual no nos permite ser optimistas ni a medio ni a largo plazo.

España, sin riquezas naturales y con un sector industrial con un comportamiento claramente desfavorable, necesita desarrollar una economía basada en el conocimiento, que constituye la única respuesta eficaz y verdaderamente competitiva frente a las grandes economías emergentes, como Brasil, China e India.

Así, en tecnología, nuestro índice de producción de patentes triádicas (familias de patentes importantes que se registran en EE.UU., Japón y UE, que se usan por la OCDE como indicador para medir y comparar los resultados de los países en materia de innovación y su expansión internacional) por habitante es dieciséis veces menor que en Alemania y veintitrés veces menor que en Suiza. Para entendernos, tardaríamos tres siglos para converger con Alemania.

Pero una economía basada en el conocimiento no se improvisa, ni se crea de un día para otro, ni siquiera de un lustro para otro, sino que requiere la creación de un contexto social, humano y científico que permita su desarrollo. Pero, en el caso de España, esa actividad universitaria de investigación que se requiere no existe ni tiene los instrumentos para crearse. Podríamos, incluso, auto-engañarnos si referimos los datos absolutos de actividad investigadora global, patentes o trabajos publicados, sin considerar su calidad.

Un elemento crucial para entender nuestros problemas con la investigación es la ausencia de buenas universidades. La semana pasada se hizo público el informe ARWU 2010 (Academic Ranking of World Universities), donde se relacionan las mejores universidades del mundo en función del número de alumnos y profesores que hayan obtenido un premio Nobel, el número de investigadores de reconocido prestigio, los artículos publicados y citados por las publicaciones científicas, así como por la recaudación por alumno en relación al tamaño del centro. Las mejores universidades de España, novena potencia económica mundial, se sitúan sólo entre los puestos 201 y 300, muy por detrás de británicos, suizos, franceses, daneses, suecos, alemanes, holandeses, fineses, noruegos, italianos y austriacos. Los diez primeros puestos está acaparados por las universidades de Estados Unidos y las británicas de Cambridge y Oxford, viéndose la pujanza de las universidades asiáticas que ocupan ya un 20% de las 500 mejores. Existe, pues, un evidente divorcio entre la posición económica de España y su nivel universitario -académico y de investigación-, lo cual no augura más que, en un futuro no muy remoto, una pérdida de peso económico como consecuencia directa.

Según el último informe publicado por “Newsweek”, los mejores sistemas educativos mundiales son los de Finlandia, Corea del Sur, Canadá, Singapur y Japón, frente a España que ocupa el puesto número 32, por detrás de Kazajistán (14º), Polonia (17º) o Cuba (20º). Un ejemplo de la importancia de la educación en el desarrollo económico de un país es Singapur. En unas generaciones, ha conseguido pasar de ser un país con una renta per cápita similar a la India a ser uno de los países más ricos del mundo gracias a la apuesta que se hizo, a partir de su independencia en 1965, por invertir en capital intelectual y humano, esto es, en educación. Su sistema educativo se ha basado fundamentalmente en la calidad, la flexibilidad y la especialización, en la que se enfatiza el reciclaje profesional; teniendo la excelencia como la clave en un sistema que busca una enseñanza activa. La Universidad Nacional de Singapur se encuentra en el puesto 109 del ranking ARWU. En Singapur, tanto gobernantes como ciudadanía, han sido conscientes que la única esperanza de prosperidad es ser más competitivos y eficientes que los demás, y que esto sólo se consigue estudiando y preparándose, en constante reciclaje.

No cabe duda, que una parte importante de la responsabilidad de la calidad de las respectivas universidades recae en las Comunidades Autónomas, que tienen competencias sobre las mismas. La creación indiscriminada de universidades por parte de las Comunidades Autónomas, existiendo en este momento 50 universidades públicas -más 24 privadas- que ocupan 100.000 personas y gastan 6.700 millones de euros, al margen de criterios académicos, de eficiencia, calidad, necesidad o utilidad, no constituye la mejor senda para alcanzar un alto nivel científico, sino únicamente sirven para alimentar una comunidad universitaria cada día más numerosa y puramente funcionarial. Los consabidos vicios de la endogamia universitaria, la corrupción en las oposiciones, la falta de movilidad de profesores y alumnos, así como la publicación de trabajos en base a criterios cuantitativos y no cualitativos no son más que síntomas del estado agónico de una Universidad que no atiende al mandato de excelencia y competitividad que la sociedad española requiere en un mundo y un mercado globales.

Y decisiones, como la que tomó la Junta del Consejo Interuniversitario de Cataluña, de exigir el nivel C de catalán a catedráticos y profesores pertenecientes a las universidades catalanas es una piedra más en la construcción de una universidad mediocre, donde lejos de buscar la excelencia como único requisito académico, se ponen trabas e impedimentos para restringir la competencia, algo inimaginable en una universidad americana, hindú o asiática.

Hambre, para hoy; y hambruna, para mañana.